sábado, 9 de junio de 2007

Tía Gertrudis

Tía Gertrudis
De: Rocío Durand

Que horroroso miedo da la muerte. Tiene bien enojada a Sonrisas, el encanto de reír es suyo como salir el sol en las mañanas frescas, pero hoy se nubla, se adormila deprimida. Lo disimula con cara endurecida, voz de gendarme en órdenes que la alejan de sentirse, para cubrir de una coraza sus tristezas.

Sonrisas visitó a la tía Gertrudis, la vio pálida, ojerosa, cadavérica. El pelo cayendo a mechones como cuando la lluvia se ausenta de los cerros en otoño y los campesinos pichcan el ocoshal por veredas y caminos; así la “quimio” destruye el cáncer pero la consume. Ella escogió morir poco a poco desde siempre.

Tía Gertrudis se puso feliz. Una emoción de niña la ahogaba al ver llegar visitas. La otra tarde se cayó en la regadera, un hematoma le recuerda: ¡eres débil! en el muslo de la pierna derecha.

Qué mendigo miedo morir, hablar siquiera de muerte. A mí no me lleves a visitarla, decía el hijo de Sonrisas cuando acompañaba a su madre. Gertrudis; la tía de los milagros la cuidó tantas veces de niña que no podía esperar a abrazarla. No quería que le ganara el frío y la hiciera pasar más tristezas, nostalgia o melancolía de guardarse el abrazo para la vida después de esta vida. Sentía que a la tía Gertrudis, como a un pajarito humilde, tierno, dejaría de latirle el corazón. Llegó y, el abrazo. Duró por mil segundos haciéndolas sentir un solo ser, con todo el amor que cabe en un suspiro se la apretaba al pecho para meterse en el de ella y pasarle la vida que se le estaba “yendo” por grutas y recovecos del muro cruel que construyó su soledad. “Míjita” decía: La soledad me mató. Y su voz iba desgarrando el espacio de la conversación. Ahí mijita, sus ojos se rasgaban de incomprensión, de dolor del alma. Cómo extrañaba el abrazo avivador, ese como el que le pidió con su mirada al ir al miércoles de ceniza, iban muy juntas casi siamesas, aunque la fila era de a uno en uno y Sonrisas la soltó para formarse tras ella, entonces Gertrudis volteó su mirada a buscarla, ella de nuevo la abrazo y el padre no tuvo más remedio que ser flexible. Es que tía Gertrudis había salido apenas de una neumonía por ir sola al pueblo a arreglar sus asuntos pendientes. Sonrisas se sentó a su lado engarzada a su cuerpo todo el tiempo, la escuchó. Era mejor escucharla que gritarle novedades de familia a la oreja y mirar su entrecejo fruncido de saberse herida, lastimada por alguna palabra, más imaginaria que real, desde su limitado mundo.

Que me inyecten, que me cuenten otras cosas, no quiero enterarme de esos problemas. Uno a uno comentaban los familiares y la dejaban más sola cada día. El tío “Mochila” se llenó de vigor para cuidarla, mantuvo un optimismo festivo frente a ella. La compañía con un cálido e incondicional amor de hermano. Maestro en ocultar sus sentimientos, siempre tuvo una relación secreta que lo obligó a callar, a conversar de cosas externas y sin importancia. Nunca se supo cuánto sufrió cuando perdió a su compañero, nadie lo supo. El tío “Mochila” llevaba a Sonrisas y a sus hermanitos menores al río Churubusco antes que lo entubaran para hacer la avenida a cortar dientes de león para soplarles y pedir deseos, cada semillita se encargaría de sembrar las intenciones sobre la tierra fértil regada por el río. Parecía un ritual donde podían bendecir el agua, pedir por sus logros y dificultades, era un espacio amoroso de libertad donde el leguaje de niños lo impregnaba todo.
Gozaba ir al rancho, a la huerta a cortar manzanas rayadas, perones, duraznos, traía cajas con esa tradición para darle de comer a su familia. Licor de Catorce Tortillas y pan de “Zacatlán de las manzanas”, ojos de pancha, almohadas rellenas de requesón, cuelgas con letreros de cariño untadas de huevo. Ella misma cortaba muchas veces sus manzanas como si cortara uno a uno sus recuerdos y al juntarlos le volvía la vida, los mimos, los baños azufrosos de Chignahuapan. Quería demostrar su cariño porque hacía muchos años que su mundo era un infierno donde entró el diablo de la sordera que la hizo imaginar mil trescientos quince problemas, la hacía gritar y discutir. Sólo era feliz en la huerta de manzanas que le dejó su madre cuando murió. Ahí soñaba, se dejaba acariciar por el viento al caminar con sus botas por el monte. Recogía la cosecha en cajas de madera: manzanas, perones, duraznos, capulines, alguno que otro hongo para asarlo en el comal con salsa y tortillas que doña Amelia preparaba. Ella adoraba a su madre, la extrañó tanto cuando partió de éste mundo. Le ayudó a no morir en aquel tiempo cuando se casó la hermana menor. Ahora Gertrudis conocía ese sufrimiento. Se le casó la única hija con buen mozo, quedando sola, completamente sola pero no; el infierno la acompañó y crecía en culpas, errores, misterios, que cultiva en silencio el cruel abandono de la soledad. Trataba de encontrar amigas al ir a misa y dedicarse a rezar, cambiar ese tormento por un discurso de ángeles, de vírgenes, de santos de inmaculado andar.

A quién se le ocurre morir. Que nadie muera. Para eso no se hacen planes, nunca se piensa en morir.

Quiero llevarme a tía Gertrudis frente al mar, a sentirse abrazada por el inmenso mar que la ha mirado pequeña desde siempre.

Quiero ir volando a ver a tía Gertrudis, regalarle un baño de burbujas como el que me daba de pequeña y peinarla de anchoas y contarle que es la mujer más bella del mundo. Qué mujer, porte altivo, elegante y pausado andar, ligero. Su nariz tan respingada fue su orgullo siempre. Qué hermosa tía decía Sonrisas, al recordar una a una las anécdotas de sus cuidados. La tía soltera, la cuidó de los moscos para que no la picaran, le prestó su pijama cuando la mamá de Sonrisas se iba de viaje. La invitó al cine a ver su primera película de adolescentes, le compró gaznates. Adornó incontables minutos de niña con flores verbales. Qué mujer. ¡Qué hermosura de mujer!

La otra tarde Gertrudis no descansaba, estaba preocupada su gesto lo decía. Hasta que llegó el padre a platicar con ella. “Padre: Me cae mal la enfermera, no me trata bien”. En su casa los cuidados tenían que ser más constantes. La preocupación crecía con todo lo que guardaba bajo la cama. Había cajas, cajitas, cajones con recuerdos, fotografías, amuletos, regalos, detalles que trajo de cada lugar que visitó en su juventud. La cama de tía Gertrudis era un “cofre del tesoro”. Ahí, se olvidó el tiempo pero ella no de aquel apuesto galán que la cortejaba. Gertrudis guardó cada carta de amor, cada prendedor, flores entre los libros, fragancias intocables como para esperar el momento de ser utilizadas a su lado. Manuel, un buen día, no regresó. Para ella fue un golpe que la llevó a su primera muerte en vida de las posteriores. Año tras año, miró el calendario sin noticias. Hasta que llamaron a la puerta. Era el hermano de Manuel con la tristeza colgando en los hombros. Un río interminable se volvió la mirada de Gertrudis. Lloró cada gota de aquel amor hasta secarse, hasta olvidarse de ella misma.
Otro día la hija de Gertrudis buscó en el garaje entre montañas de cajas, a ciegas porque se sabía cada rincón en la penumbra, cuando de pronto tuvo una extraña sensación; entre sus dedos un objeto informe y duro la sorprendió. Prendió la luz. Se aproximó a la caja que algún día contuvo frituras y se escuchó el grito… ¡Mamá… qué es eso! Gritó desesperada por toda la escalera al subir al cuarto de su madre. Mamá: ¿que hay en una caja en el garaje? Ese no es tu problema, a ti que te importa y comenzaba la discusión. Su ensordecido mundo le hacía tener un modo tajante para terminar de discutir y gritar. Cuando llegó la hermana de Gertrudis, Andrea le suplicó que indagara al respecto. Que pasa hermanita, porqué tanto misterio. Mira hermana, es nuestro abuelito Daniel. Cuando fui Zacatlán, me pidieron el terreno donde estaba sepultado, me lo traje con los papeles. Ya lo iba a dejar con nuestra madre en la capillita del panteón pero no he tenido tiempo. ¡Pa´ qué tanto irigote! Hay hermanita. Por favor llévalo tú. ¿Te acuerdas cómo lo cuidamos juntas? Casi se nos caía para acompañarlo a merendar y levantarlo de la cama. Jijiji. Empezaban a reír por las travesuras de niñas. Porque Gertrudis y María fueron las niñas más felices del planeta en aquel pueblo, en el rancho jugaron “Ichcalahuich” era cuando subían a la punta del cerro el ocochal formaba una resbaladilla y con una hoja de maguey se resbalaban por la empinada cumbre con sus amiguitos de la primaria.
A que maldita muerte, como dueles, como no te vas hoy para siempre.
¡Ay, tía Gertrudis! No te vayas todavía. Déjame acostumbrar al silencio, a la soledad, encontrar la vacuna para que no duela tu ausencia.

Tía Gertrudis, se asoma en los balcones del atardecer, cuando el sol naranja se oculta y el mar cena ese placer cada día. Entonces se ilumina entre sus sienes cada recoveco, su corazón se llena de luz y calor a la unión cósmica. En cada colibrí vive el corazón de tía Gertrudis.

p.s. Tía Conchita...echale ganas...te extraño!

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